lunes, 17 de abril de 2017

El Mal Juan Pablo Roldan

EL MAL
Preguntas inevitables y reflexiones

El mal nos interpela a todos con su inquietante presencia en nuestras vidas. Sin embargo, en la enseñanza no reviste la importancia que merece ¿Por qué hay mal en el mundo? ¿Por qué lo permite Dios? ¿El mal entra en sus planes? ¿Debemos resignarnos frente al mal? Algunas reflexiones sobre este gran misterio banalizado en nuestra cultura.


Las preguntas y LA pregunta
El psiquiatra Viktor Frankl refiere que, en una oportunidad, luego de explicarle a su hija de 6 años que “el buen Dios” la había curado del sarampión, ésta respondió, para su desconcierto: “Muy bien, papá, pero no te olvides de que primero él me envió el sarampión”. Todos los educadores -padres y docentes- tenemos experiencia de cómo el tema del mal sale a nuestro encuentro una y otra vez, sin aviso previo, en nuestra relación con niños y jóvenes –además de cómo está siempre presente en nuestras propias vidas-.
Sin embargo, esta cuestión casi no aparece en forma explícita en los planes de estudio. Suele ser considerado en la materia Filosofía en algunas ocasiones y en las asignaturas de instrucción religiosa de algunos colegios confesionales. En cualquier caso, se le confiere una relevancia muy inferior a la que el drama del mal tiene en la vida real.
Llama la atención un contraste tan notable entre el lugar que se le asigna a un tema en la teoría y en la planificación y el que realmente tiene en la existencia concreta.
¿Qué respuestas surgen espontáneamente en nosotros cuando un hijo o un alumno, en esos momentos de profundidad existencial que irrumpen a veces en la vida familiar o escolar, realiza un planteo semejante? ¿Y cuando debemos hablar ante una desgracia sucedida en  nuestra u otra familia, situación que nos obliga a apelar a nuestras últimas convicciones, más allá del discurso rutinario?
En un congreso de escritores comunistas celebrado en Moscú, el controvertido filósofo francés André Malraux preguntó de pronto, interrumpiendo el debate: “¿y qué hay de los niños arrollados por los tranvías?”. Todo debate, todo proyecto, toda afirmación, toda actividad -incluidos aquí los propios de la educación formal y familiar- depende en última instancia de que exista una respuesta a esta gran cuestión del mal.
En efecto, ningún tema como el del mal cuestiona todas nuestras certezas e interpretaciones de la vida. Detrás de todas las preguntas, es LA gran pregunta. En el Catecismo de la Iglesia Católica, por ejemplo, se afirma que “no hay rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (Nº 309).
Se ha dicho que debemos al filósofo Epicuro, que vivió entre los siglos IV y III a. C., una de las primeras formulaciones precisas de este problema: “O bien Dios no quiere eliminar el mal o no puede; o puede, pero no quiere; o no puede y no quiere; o quiere y puede. Si puede y no quiere es malo, lo cual naturalmente debería ser extraño a Dios. Si no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún Dios. Si puede y quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde provienen entonces el mal o por qué no lo elimina?”.
En ocasiones, los adultos ensayamos respuestas que se encaminan hacia soluciones correctas pero, con frecuencia, insuficientes. Y nuestros oyentes suelen notarlo. Por ejemplo, cuando respondemos sólo que Dios no causa sino que permite el mal. Pero, quien permite un mal que podría impedir, ¿no sería también culpable de él? Nuestra siguiente respuesta suele ser: “Dios lo permite para respetar nuestra libertad”. A lo que nuestro interlocutor suele contraargumentar -o, al menos, pensar- que la libertad que se estaría respetando sería la del victimario, pero no la de la víctima… Finalmente, cuando no nos quedan respuestas, solemos refugiarnos demasiado pronto en la idea de misterio (Ver recuadro ¡Misterio, pero no absurdo!).

¿El mal no es tan malo?
¿Cómo acostumbramos consolar a alguien que ha padecido un gran mal, cuando aspiramos a brindarle una perspectiva edificante o trascendente en medio del sufrimiento? Tendemos a decirle cosas como: “por algo habrá sido”; “Dios así lo quiso”; “no hay mal que por bien no venga”; “Dios sabe lo que hace”; “Dios te lo envió por un bien mayor”, etcétera. Esta mentalidad se ha identificado en nuestra vida con la perspectiva religiosa sobre el mal. Véase, por ejemplo, que la mayoría de las “cadenas de mails” pretendidamente religiosos que circulan por Internet suele tener esta temática: “en tu vida tuviste tales dificultades –una desgracia familiar, un fracaso, una decepción- pero, si las vieras desde Dios, descubrirías que no lo eran tanto, sino etapas del plan de un Dios amoroso que te guía y te va educando de esta forma. Cada golpe estaba cuidadosamente calculado por Dios para tu crecimiento personal”.
Es muy utilizado el “ejemplo del tapiz”. En nuestra vida alcanzaríamos a ver sólo el reverso del tapiz: un conjunto de nudos mal distribuidos y sin belleza. Si lo diéramos vuelta, descubriríamos un maravilloso orden que se nutría del aparente desorden y de la aparente fealdad que lo sustentaba. Así sucedería con nosotros: padecemos todo tipo de males, pero sólo lo son en apariencia, porque están integrados al plan pedagógico divino.
¡No! Es muy importante resistirse a una gran influencia cultural y poner en claro que ésta no es la postura religiosa tradicional, ni tampoco la postura del Cristianismo en particular.
Si tuviéramos que identificar esta perspectiva con un autor importante entre quienes la han mantenido, podríamos referirnos al gran filósofo Gottfried Leibniz, quien escribió la famosa Teodicea o “justificación de Dios” a comienzos del siglo XVIII. Leibniz recogía una mentalidad que se había difundido por Europa desde el siglo XVII. Podríamos resumirla en la frase del poeta inglés Alexander Pope: “Whatever is, is right”. Todo lo que sucede, está bien, porque responde al plan de Dios.
Este “optimismo” no es la única respuesta al tema que gravita sobre nuestra vida cotidiana en la actualidad. También hallamos la postura opuesta, que se alimenta de ésta. Ante los dolorosos sucesos recientes, el músico popular León Gieco preguntaba: “¿Dónde está Dios en una tragedia como la de Tartagal?”. Gieco repetía el principal argumento del ateísmo y del deísmo: es inadmisible aceptar que Dios se valga de los males para cumplir con sus fines, motivo por el cual debe deducirse que, si hay mal en el mundo, es porque Dios no existe o no interviene de ninguna forma.
La primera ruptura de la visión de “optimismo religioso” se dio en Europa en 1755, cuando la ciudad de Lisboa fue destruida por un imponente terremoto, que fue seguido por hechos de barbarie humana que escandalizaron a la sociedad de la época. ¿Cómo podía decirse que hechos tan espantosos fueran la consecuencia de la voluntad de Dios? Si esto fuera así, Dios no sería bueno, sino que sería un sádico que se divierte jugando con sus víctimas. El corrosivo pensador Voltaire (seudónimo de François Marie Arouet) criticó con amargura la postura optimista -que él mismo había seguido- y sus pretendidos consejos con una frase que debería interpelarnos: “No queráis consolarme, pues agriáis mis dolores. Sólo veo en vosotros el esfuerzo impotente de un desgraciado altivo que finge estar contento”. Quiera Dios que nunca nos hagamos merecedores de palabras como éstas…
El terremoto de Lisboa dividió y radicalizó las opiniones. Por una parte, quedaban los “religiosos” que se resignaban a aceptar la voluntad de Dios, aunque ésta incluyera males. Por otro lado, los ateos y los deístas, quienes pensaban que, aunque Dios existiera, no tenía participación alguna en nuestra vida. Era difícil hallar un término medio entre ambas posiciones. Es frecuente que también empujemos a nuestros hijos y alumnos a tener que optar entre estas alternativas, obligándolos a elegir entre ser buenos, religiosos, pasivos y resignados, o rebeldes, luchadores y ateos o deístas.
En el siglo XX, con su “paroxismo del mal” representado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial y por los crímenes del nazismo y del comunismo, las cuestiones así planteadas son puestas a prueba nuevamente. “¿Qué Dios pudo permitir esto?”, pregunta amargamente el filósofo Hans Jonas en Dios después de Auschwitz. El Premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, relató que el día de su llegada como prisionero a un campo de concentración, a los 12 años de edad y luego de acercarse por curiosidad a una fosa desde donde brotaba humo, vio “las caritas de los chicos convertirse en volutas bajo un mudo azur”, experiencia que “asesinó a su Dios y a su alma”.
¿Existe algún camino esperanzador distinto de los planteados por estas dos alternativas? Si lo hubiera, sería una de las cuestiones más importantes a tener en cuenta por todo educador. Con el objetivo de aportar algunos elementos para esta reflexión, recordaremos algunas pocas ideas orientadoras de la tradición filosófica y teológica judeo-cristiana anterior a esta gran dicotomía.         

El mal es privación
Esta tradición de pensamiento consideró el problema del mal en toda su gravedad. No buscó respuestas “facilistas”.
Probablemente, la debilidad de los planteos modernos descriptos, todavía tan difundidos en la actualidad, radica en una aproximación superficial al tema del mal, de su terribilidad y de la necesidad de combatirlo. Así como la teodicea leibniziana olvida la gravedad del mal al convertirlo en un momento del plan de Dios, el ateísmo hace algo similar al convertir al mal en la ley de la vida contra la que no se puede luchar. Si no hay Dios y no hay parámetros para lo bueno y lo malo, el mal es un hecho bruto de nuestra misma existencia y no el fruto de una elección libre. Así como el optimismo superficial no puede responder a la pregunta Si Deus est, unde malum? (si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?), el ateísmo, siempre pesimista, no puede responder tampoco a Si Deus non est, unde bonum? (si Dios no existe, ¿de dónde viene el bien?).
Por este motivo, sólo una profunda y valiente mirada sobre el mal puede ayudar a enfrentar estos problemas (Ver recuadro Una mirada valiente).
El principio fundamental acerca del mal sostenido por la tradición a la que aludimos consiste en que el mal es privación, herida, falta. No es una cosa o un ser, sino la ausencia, en un ser determinado, de un bien que le compete por naturaleza. Podemos definirlo como la ausencia de un bien debido. Nótese que, si se habla de algo “debido”, debe haber un orden o parámetro respecto del cual se lo considere, de tal forma que tiene que haber un orden natural pensado por Dios. Desde esta perspectiva, por tanto, sólo puede hablarse de mal si hay Dios.
Dispuestos a profundizar en este mal que es privación, cabe decir en primer lugar que existen distintas clases de mal. No es lo mismo una enfermedad grave que un asesinato. En el primer caso, el del llamado “mal físico”, no hay participación de la libertad humana, sino que se trata de males que nos llegan como “impuestos” más allá de nuestra conducta, como fruto de nuestra materialidad. En el segundo caso, en cambio, el del mal moral, se trata del resultado de actos libres. Siempre se ha considerado a los males de esta segunda categoría como los más graves e inadmisibles en absoluto (Ver recuadro Las clases de mal).

Con Dios contra el mal
¿Cómo puede haber mal moral, entonces? ¿Cómo puede darse el mal en un mundo creado y gobernado por un Dios bueno y omnipotente? ¿Cómo puede el hombre, que no es creador, hacer algo malo solo y sin la ayuda de Dios?
Una de las claves para reflexionar acerca de estas cuestiones consiste en ser fieles a la premisa de que el mal no es un ser, sino su falta. De hecho, por este motivo, los pensadores medievales afirmaban que el mal no tenía causa eficiente sino causa deficiente. En efecto, es distinto preguntarse por la causa de que algo esté que por la causa de que algo no esté. Esta última causa no es un acto, sino la falta de él. Si me pregunto por la causa de que una torta haya salido amarga, esta causa no será un acto, sino la falta de él: el no haberle puesto azúcar.
De esta forma, la causa del mal moral es deficiente, es un “no”, es un no haber aceptado lo que era real, natural, lo que Dios nos había movido a realizar.
¿Cómo es que el hombre puede causar algo sin la ayuda de Dios? No puede hacer algo bueno sin su ayuda o causa primera (por eso decimos que el hombre siempre es causa segunda en el bien), pero sí puede hacer algo malo como causa primera porque, en rigor, para hacerlo debe “no hacer”. El filósofo Jacques Maritain parafrasea la sentencia evangélica “Sin Mí nada podéis hacer” para expresar esta idea: “Sin Mí podéis hacer la nada”. Hacer el mal consiste en introducir una cierta nada en el mundo, una herida de no-ser.
Dios, por lo tanto, no está implicado en la causa del mal ni introduce el mal en sus planes. Dios sólo nos ha movido al bien y en su plan originario (podríamos llamarlo “plan A”) no se incluía la presencia de este mal que no debería haberse dado.
Más allá de las fórmulas más abstractas, se trata de una experiencia de los hombres de todas las épocas: todos los grandes santos, héroes, artistas, pioneros, se han sentido llamados a cumplir una misión, han vivido su experiencia como una inspiración (en otras palabras, se han visto como “causas segundas en el bien”). Por otra parte, todos los que han hecho el mal en sus formas más graves, han fantaseado con ser “causas primeras”, con ser como “dioses”. La esencia del pecado, en todas las culturas, consiste en esto: en querer ser como Dios, causa primera, y esto sólo puede lograrse deficientemente, haciendo el mal.
En una de sus novelas, el escritor inglés C. S. Lewis decía, a través de uno de sus personajes: “en el fondo, hay dos clases de hombres: aquellos que dicen a Dios ‘hágase tu voluntad’ y aquellos a quienes Dios dice ‘hágase tu voluntad’”.
Ahora bien, una vez que ha tenido lugar lo que nunca debería haber acontecido (el mal en el mundo), Dios -que de ninguna forma quería que sucediera-, no deja que este mal tenga la última palabra. Dios tiene un “plan B”, llamado Providencia.
Nos encontramos ahora en medio de ese devenir dramático. Por eso es que el Cristianismo no es una visión estática del mundo sino histórica: estamos llamados al compromiso de luchar contra el mal: cum Deo contra malum (con Dios contra el mal). San Agustín describe este devenir en La ciudad de Dios, hablando de “las dos ciudades” que, como “el trigo y la cizaña” de la parábola evangélica, combaten entremezcladas hasta el fin de los tiempos.
Podría decirse que Dios “lucha contra el mal” de tres maneras: ordenando absolutamente todo al bien con su voluntad originaria; impidiendo ciertos males particulares por una intervención extraordinaria (todos hemos vivido situaciones en las que experimentamos esta intervención especial de Dios, que vivimos como gratuita porque no sería injusto si no interviniera, ya que se trata de una protección que no nos es debida por naturaleza); velando por el que sufre y ordenando todo mal acaecido a un bien posterior. A nivel sobrenatural, que supone la Fe, el misterio de Cristo y de su Redención es la respuesta más profunda y plena al misterio del mal.
En este “plan B”, entonces, Dios no permite el triunfo del mal sino que de él siempre saca un bien, bien que no necesariamente vemos. ¿Por qué, sin embargo, no podríamos consolar a alguien diciendo que “no hay mal que por bien no venga” o que “Dios sabe por qué lo hizo”? Porque, en primer lugar, Dios absolutamente no quiere el mal, ni siquiera como medio para un bien. Sólo supuesto que haya acaecido un mal que no quiso, no permite su victoria final y saca un bien de él. Pero se trata de un bien al que hubiera sido mejor llegar por otros medios. El mal es mal para toda la eternidad. Dios lo perdona y lo redime, pero no lo borra como diciendo “aquí no ha pasado nada”. Por eso, más allá de que sepamos que finalmente llegará el Reino de los Cielos, éste puede llegar de muy distintas maneras, con mayores o menores pérdidas de por medio. El Cristianismo, por lo tanto, invita a la acción y a la lucha contra el mal.
Es frecuente decir que alguien comienza a superar un grave mal que ha padecido cuando deja de preguntarse, en relación a Dios, por qué y empieza a preguntarse para qué. El por qué se refiere a la causa eficiente del mal, y Dios no está implicado de ninguna forma en ella. El para qué, en cambio, se refiere a la causa final. Dios no permite, como decíamos, el éxito del mal. Todo consuelo humano, entonces, implica acompañar con mucha cercanía al sufriente, comprender la terribilidad del mal, transmitir que hay un Dios que de ninguna forma lo quiso, que dispuso todo para que no ocurriera y, finalmente, que no abandona al que sufre sino que lo dirige hacia un bien que supera ese mal -aunque no anula lo padecido-. El filósofo Robert Spaemann relata que, al visitar Lourdes, había quedado más impresionado por la actitud que adoptaban quienes no habían sido curados que por las curaciones milagrosas que había presenciado. Según Spaemann, quienes continuaban sufriendo comprendían que, si no habían sido curados, sus padecimientos se orientaban hacia un bien, tenían un “para qué”. “Y el sentido consuela”, concluye.
Es muy importante que el tema del mal recupere su auténtico lugar en la educación. Un lugar en el que no lo convirtamos ni en banal ni en trágico. Sí, en cambio, que nos permita afrontar el drama de nuestra existencia con auténtica comprensión por el sufrimiento, comprometidos en una lucha asumida con  profunda esperanza.

Recuadro 1. ¡Misterio, pero no absurdo!
Cuando no nos quedan respuestas, solemos apelar al expediente de decir que no podemos razonar más sobre el mal en el mundo, porque el tema es un misterio. Inclusive, esta salida suele incluir un velado reproche a quien se haya aventurado más allá en sus reflexiones, al invitarlo a callar y a no tener la presunción de querer entender lo que es ininteligible. Este último recurso, también utilizado a veces en la enseñanza religiosa, es realmente perjudicial, porque supone el error de identificar el misterio -lo que no es contradictorio pero excede el alcance de nuestra razón- con el absurdo -lo que en sí mismo es contradictorio o irracional-. Para nuestra tradición cultural, el tema del mal no es contradictorio aunque, por supuesto, es misterioso.
El teólogo Charles Journet dedica su libro clásico sobre el mal “a los que saben odiar el absurdo y adorar el misterio”. En efecto, una actitud conduce a la otra. Si amamos el misterio debemos, por fuerza, combatir el absurdo, reflexionar con nuestra razón sobre el tema. Esta reflexión suele ser olvidada en la educación.

Recuadro 2. Una mirada valiente
Según el teólogo Charles Journet, en esta vida sólo quien desciende a los abismos del mal puede ascender a las alturas de Dios, así como únicamente quien asciende a las alturas de Dios está preparado para descender a los abismos del mal sin banalizarlo o justificarlo.
Podemos vivir buena parte de nuestra vida con una idea de Dios superficial, pero cuando el mal golpea a nuestra puerta y nos muestra su horrible rostro, estamos obligados a profundizar. Todos sabemos por experiencia que descubrimos una singular madurez en nuestros alumnos o en nuestros hijos que han sufrido por distintas circunstancias. La cultura posmoderna, con su intento de ocultar o negar el mal y el sufrimiento, en lugar de enfrentarlos, bloquea la vía de acceso preferencial a una vida significativa y profunda. El gran filósofo Max Scheler afirmaba que “el mal nos libra de la frivolidad metafísica”.
  
Recuadro 3. Las clases de mal
Se ha llamado mal físico al mal que no es libre. ¿Por qué debe haber mal físico? Porque somos seres materiales, corruptibles. En la misma naturaleza de los seres materiales está implicada una cierta fragilidad existencial o contingencia. ¿Podría Dios haber eximido de este mal a los seres que creó? Podría haberlo hecho por intervención sobrenatural, pero este resguardo no sería debido a la naturaleza de los seres materiales. ¿Es injusto que Dios haya creado seres expuestos al sufrimiento y a la muerte? No, si entendemos que la justicia consiste en “dar a cada uno lo que corresponde”. Conforme a la Revelación judeo-cristiana, Dios de hecho exceptuó al hombre del sufrimiento -excepción que el hombre perdió por el pecado original-, pero no habría sido injusto si no lo hubiera hecho. Puede decirse que Dios no quiere el mal físico, pero que lo “acepta” como parte del mundo material. En el mismo planteo del problema de la muerte del hombre –tema de importancia fundamental que será tratado en otro número de Creciendo en familia- está el comienzo de su respuesta: la muerte es un verdadero drama para el hombre precisamente porque éste no es sólo material…
El otro tipo de mal, fruto de la libertad, es llamado mal moral. No debería haber existido y podría no haber existido. Más aún, lo más razonable y esperable habría sido que no se hubiera dado. Éste es el fondo de la doctrina del pecado original, doctrina compartida por las grandes religiones monoteístas y, en alguna medida, por todos los filósofos que han entendido al mundo como creado por Dios, ordenado y bueno. El pecado original, el primer mal moral introducido en el mundo, es un gran cataclismo histórico. Una locura humana, gratuita, a la que nada inclinaba.
Este mal moral tiene dos caras: la cara activa de quien lo realiza (llamada mal de culpa) y la pasiva de quien lo sufre (llamada mal de pena). Toda persona que realiza un mal de culpa sufre también un mal de pena. Pero lo más difícil de entender es el misterio de la iniquidad: el de los inocentes que reciben un mal de pena injustamente.
En comparación con este último, el sufrimiento del puro mal físico, aunque terrible en sí mismo, no es tan angustiante como el del mal de pena. Una persona con una enfermedad muy grave puede enfrentarla con paciencia y hasta con alegría. La amargura en esos casos suele provenir de rencores, culpas y resentimientos propios de mal moral y no del puro mal físico. Téngase en cuenta, además, que el mal de pena acrecienta el mal físico. En este mundo hay más mal físico que el que debería haber (producido por actos libres de los hombres, como por ejemplo los desastres ecológicos o las enfermedades resultantes de una vida desordenada). Esta relación entre el mal físico y el de pena se da en ambas direcciones: el mal físico puede aliviar el mal de pena. Este es el fundamento de que una persona pueda sufrir o sacrificarse por otra, cuestión tan importante en el Cristianismo.
La humanidad en general no considera al mal físico como mal en sentido absoluto. Según el criterio más extendido, puede provocarse un mal físico para evitar otro mayor. Por ejemplo, un dentista o un cirujano pueden provocarlo en el caso de que sea proporcionado al fin buscado. En otras palabras, el mal físico puede entrar en un plan que tienda hacia el bien.
“El fin no justifica los medios”, por lo tanto, es una máxima que se refiere al mal moral y no al mal físico. Nunca, bajo ninguna circunstancia, puede hacerse un mal moral, ni siquiera buscando un bien posterior. El mal moral es el mal en sentido absoluto. Dios no puede quererlo ni directa ni indirectamente y no debería haber existido. La gran pregunta sobre el mal, entonces, se refiere al mal moral.