EL MAL
Preguntas inevitables y
reflexiones
El mal nos interpela a todos con su inquietante presencia
en nuestras vidas. Sin embargo, en la enseñanza no reviste la importancia que
merece ¿Por qué hay mal en el mundo? ¿Por qué lo permite Dios? ¿El mal entra en
sus planes? ¿Debemos resignarnos frente al mal? Algunas reflexiones sobre este
gran misterio banalizado en nuestra cultura.
Las preguntas y LA pregunta
El
psiquiatra Viktor Frankl refiere que, en una oportunidad, luego de explicarle a
su hija de 6 años que “el buen Dios” la había curado del sarampión, ésta
respondió, para su desconcierto: “Muy
bien, papá, pero no te olvides de que primero él me envió el sarampión”. Todos
los educadores -padres y docentes- tenemos experiencia de cómo el tema del mal
sale a nuestro encuentro una y otra vez, sin aviso previo, en nuestra relación
con niños y jóvenes –además de cómo está siempre presente en nuestras propias
vidas-.
Sin
embargo, esta cuestión casi no aparece en forma explícita en los planes de estudio. Suele ser considerado en la
materia Filosofía en algunas ocasiones y en las asignaturas de instrucción
religiosa de algunos colegios confesionales. En cualquier caso, se le confiere
una relevancia muy inferior a la que el drama del mal tiene en la vida real.
Llama
la atención un contraste tan notable entre el lugar que se le asigna a un tema
en la teoría y en la planificación y el que realmente tiene en la existencia
concreta.
¿Qué respuestas
surgen espontáneamente en nosotros cuando un hijo o un alumno, en esos momentos
de profundidad existencial que irrumpen a veces en la vida familiar o escolar,
realiza un planteo semejante? ¿Y cuando debemos hablar ante una desgracia
sucedida en nuestra u otra familia,
situación que nos obliga a apelar a nuestras últimas convicciones, más allá del
discurso rutinario?
En
un congreso de escritores comunistas celebrado en Moscú, el controvertido
filósofo francés André Malraux preguntó de pronto, interrumpiendo el debate: “¿y qué hay de los niños arrollados por los
tranvías?”. Todo debate, todo proyecto, toda afirmación, toda actividad
-incluidos aquí los propios de la educación formal y familiar- depende en última
instancia de que exista una respuesta a esta gran cuestión del mal.
En
efecto, ningún tema como el del mal cuestiona todas nuestras certezas e
interpretaciones de la vida. Detrás de todas las preguntas, es LA gran
pregunta. En el Catecismo de la Iglesia Católica ,
por ejemplo, se afirma que “no hay rasgo
del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”
(Nº 309).
Se
ha dicho que debemos al filósofo Epicuro, que vivió entre los siglos IV y III
a. C., una de las primeras formulaciones precisas de este problema: “O bien Dios no quiere eliminar el mal o no
puede; o puede, pero no quiere; o no puede y no quiere; o quiere y puede. Si
puede y no quiere es malo, lo cual naturalmente debería ser extraño a Dios. Si
no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún Dios. Si puede y
quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde provienen entonces el mal o
por qué no lo elimina?”.
En
ocasiones, los adultos ensayamos respuestas que se encaminan hacia soluciones
correctas pero, con frecuencia, insuficientes. Y nuestros oyentes suelen
notarlo. Por ejemplo, cuando respondemos sólo que Dios no causa sino que permite el mal. Pero, quien permite un
mal que podría impedir, ¿no sería también culpable de él? Nuestra siguiente
respuesta suele ser: “Dios lo permite para respetar nuestra libertad”. A lo que
nuestro interlocutor suele contraargumentar -o, al menos, pensar- que la
libertad que se estaría respetando sería la del victimario, pero no la de la
víctima… Finalmente, cuando no nos quedan respuestas, solemos refugiarnos demasiado
pronto en la idea de misterio (Ver recuadro ¡Misterio,
pero no absurdo!).
¿El mal no es tan malo?
¿Cómo
acostumbramos consolar a alguien que ha padecido un gran mal, cuando aspiramos
a brindarle una perspectiva edificante o trascendente en medio del sufrimiento?
Tendemos a decirle cosas como: “por algo habrá sido”; “Dios así lo quiso”; “no
hay mal que por bien no venga”; “Dios sabe lo que hace”; “Dios te lo envió por
un bien mayor”, etcétera. Esta mentalidad se ha identificado en nuestra vida
con la perspectiva religiosa sobre el mal. Véase, por ejemplo, que la mayoría de
las “cadenas de mails” pretendidamente religiosos que circulan por Internet
suele tener esta temática: “en tu vida tuviste tales dificultades –una
desgracia familiar, un fracaso, una decepción- pero, si las vieras desde Dios,
descubrirías que no lo eran tanto, sino etapas del plan de un Dios amoroso que
te guía y te va educando de esta forma. Cada golpe estaba cuidadosamente
calculado por Dios para tu crecimiento personal”.
Es
muy utilizado el “ejemplo del tapiz”. En nuestra vida alcanzaríamos a ver sólo
el reverso del tapiz: un conjunto de nudos mal distribuidos y sin belleza. Si
lo diéramos vuelta, descubriríamos un maravilloso orden que se nutría del
aparente desorden y de la aparente fealdad que lo sustentaba. Así sucedería con
nosotros: padecemos todo tipo de males, pero sólo lo son en apariencia, porque
están integrados al plan pedagógico divino.
¡No!
Es muy importante resistirse a una gran influencia cultural y poner en claro
que ésta no es la postura religiosa tradicional, ni tampoco la postura del
Cristianismo en particular.
Si
tuviéramos que identificar esta perspectiva con un autor importante entre
quienes la han mantenido, podríamos referirnos al gran filósofo Gottfried Leibniz,
quien escribió la famosa Teodicea o
“justificación de Dios” a comienzos del siglo XVIII. Leibniz recogía una
mentalidad que se había difundido por Europa desde el siglo XVII. Podríamos
resumirla en la frase del poeta inglés Alexander Pope: “Whatever is, is right”. Todo lo que sucede, está bien, porque
responde al plan de Dios.
Este
“optimismo” no es la única respuesta al tema que gravita sobre nuestra vida
cotidiana en la actualidad. También hallamos la postura opuesta, que se
alimenta de ésta. Ante los dolorosos sucesos recientes, el músico popular León
Gieco preguntaba: “¿Dónde está Dios en una tragedia como la de Tartagal?”.
Gieco repetía el principal argumento del ateísmo y del deísmo: es inadmisible
aceptar que Dios se valga de los males para cumplir con sus fines, motivo por
el cual debe deducirse que, si hay mal en el mundo, es porque Dios no existe o
no interviene de ninguna forma.
La
primera ruptura de la visión de “optimismo religioso” se dio en Europa en 1755,
cuando la ciudad de Lisboa fue destruida por un imponente terremoto, que fue
seguido por hechos de barbarie humana que escandalizaron a la sociedad de la
época. ¿Cómo podía decirse que hechos tan espantosos fueran la consecuencia de
la voluntad de Dios? Si esto fuera así, Dios no sería bueno, sino que sería un
sádico que se divierte jugando con sus víctimas. El corrosivo pensador Voltaire
(seudónimo de François Marie Arouet) criticó con amargura la postura optimista
-que él mismo había seguido- y sus pretendidos consejos con una frase que
debería interpelarnos: “No queráis consolarme, pues agriáis mis dolores. Sólo
veo en vosotros el esfuerzo impotente de un desgraciado altivo que finge estar
contento”. Quiera Dios que nunca nos hagamos merecedores de palabras como
éstas…
El
terremoto de Lisboa dividió y radicalizó las opiniones. Por una parte, quedaban
los “religiosos” que se resignaban a aceptar la voluntad de Dios, aunque ésta
incluyera males. Por otro lado, los ateos y los deístas, quienes pensaban que,
aunque Dios existiera, no tenía participación alguna en nuestra vida. Era
difícil hallar un término medio entre ambas posiciones. Es frecuente que
también empujemos a nuestros hijos y alumnos a tener que optar entre estas
alternativas, obligándolos a elegir entre ser buenos, religiosos, pasivos y
resignados, o rebeldes, luchadores y ateos o deístas.
En
el siglo XX, con su “paroxismo del mal” representado por los horrores de la Segunda Guerra
Mundial y por los crímenes del nazismo y del comunismo, las cuestiones así
planteadas son puestas a prueba nuevamente. “¿Qué Dios pudo permitir esto?”,
pregunta amargamente el filósofo Hans Jonas en Dios después de Auschwitz. El Premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, relató
que el día de su llegada como prisionero a un campo de concentración, a los 12
años de edad y luego de acercarse por curiosidad a una fosa desde donde brotaba
humo, vio “las caritas de los chicos convertirse en volutas bajo un mudo azur”,
experiencia que “asesinó a su Dios y a su alma”.
¿Existe
algún camino esperanzador distinto de los planteados por estas dos
alternativas? Si lo hubiera, sería una de las cuestiones más importantes a
tener en cuenta por todo educador. Con el objetivo de aportar algunos elementos
para esta reflexión, recordaremos algunas pocas ideas orientadoras de la
tradición filosófica y teológica judeo-cristiana anterior a esta gran dicotomía.
El mal es privación
Esta
tradición de pensamiento consideró el problema del mal en toda su gravedad. No
buscó respuestas “facilistas”.
Probablemente,
la debilidad de los planteos modernos descriptos, todavía tan difundidos en la
actualidad, radica en una aproximación superficial al tema del mal, de su
terribilidad y de la necesidad de combatirlo. Así como la teodicea leibniziana
olvida la gravedad del mal al convertirlo en un momento del plan de Dios, el
ateísmo hace algo similar al convertir al mal en la ley de la vida contra la
que no se puede luchar. Si no hay Dios y no hay parámetros para lo bueno y lo
malo, el mal es un hecho bruto de nuestra misma existencia y no el fruto de una
elección libre. Así como el optimismo superficial no puede responder a la
pregunta Si Deus est, unde malum? (si
Dios existe, ¿de dónde viene el mal?), el
ateísmo, siempre pesimista, no puede responder tampoco a Si Deus non est, unde bonum? (si Dios no existe, ¿de dónde viene el
bien?).
Por
este motivo, sólo una profunda y valiente mirada sobre el mal puede ayudar a
enfrentar estos problemas (Ver recuadro Una
mirada valiente).
El
principio fundamental acerca del mal sostenido por la tradición a la que
aludimos consiste en que el mal es privación,
herida, falta. No es una cosa o un ser, sino la ausencia, en un ser
determinado, de un bien que le compete por naturaleza. Podemos definirlo como
la ausencia de un bien debido. Nótese
que, si se habla de algo “debido”, debe haber un orden o parámetro respecto del
cual se lo considere, de tal forma que tiene que haber un orden natural pensado
por Dios. Desde esta perspectiva, por tanto, sólo puede hablarse de mal si hay
Dios.
Dispuestos
a profundizar en este mal que es privación, cabe decir en primer lugar que
existen distintas clases de mal. No es lo mismo una enfermedad grave que un
asesinato. En el primer caso, el del llamado “mal físico”, no hay participación
de la libertad humana, sino que se trata de males que nos llegan como
“impuestos” más allá de nuestra conducta, como fruto de nuestra materialidad.
En el segundo caso, en cambio, el del mal moral, se trata del resultado de
actos libres. Siempre se ha considerado a los males de esta segunda categoría
como los más graves e inadmisibles en absoluto (Ver recuadro Las clases de mal).
Con Dios contra el
mal
¿Cómo puede haber mal moral, entonces?
¿Cómo puede darse el mal en un mundo creado y gobernado por un Dios bueno y
omnipotente? ¿Cómo puede el hombre, que no es creador, hacer algo malo solo y
sin la ayuda de Dios?
Una de las claves para reflexionar acerca
de estas cuestiones consiste en ser fieles a la premisa de que el mal no es un
ser, sino su falta. De hecho, por este motivo, los pensadores medievales
afirmaban que el mal no tenía causa eficiente sino causa deficiente. En efecto, es distinto preguntarse por la causa
de que algo esté que por la causa de que algo no esté. Esta última causa no es
un acto, sino la falta de él. Si me pregunto por la causa de que una torta haya
salido amarga, esta causa no será un acto, sino la falta de él: el no haberle
puesto azúcar.
De esta forma, la causa del mal moral es
deficiente, es un “no”, es un no haber aceptado lo que era real, natural, lo
que Dios nos había movido a realizar.
¿Cómo es que el hombre puede causar algo
sin la ayuda de Dios? No puede hacer algo bueno sin su ayuda o causa primera
(por eso decimos que el hombre siempre es causa segunda en el bien), pero sí
puede hacer algo malo como causa primera porque, en rigor, para hacerlo debe
“no hacer”. El filósofo Jacques Maritain parafrasea la sentencia evangélica
“Sin Mí nada podéis hacer” para expresar esta idea: “Sin Mí podéis hacer la
nada”. Hacer el mal consiste en introducir una cierta nada en el mundo, una
herida de no-ser.
Dios, por lo tanto, no está implicado en
la causa del mal ni introduce el mal en sus planes. Dios sólo nos ha movido al
bien y en su plan originario (podríamos llamarlo “plan A”) no se incluía la
presencia de este mal que no debería haberse dado.
Más allá de las fórmulas más abstractas, se trata de una experiencia de
los hombres de todas las épocas: todos los grandes santos, héroes, artistas,
pioneros, se han sentido llamados a cumplir una misión, han vivido su experiencia como una inspiración (en otras palabras, se han visto como “causas segundas
en el bien”). Por otra parte, todos los que han hecho el mal en sus formas más
graves, han fantaseado con ser “causas primeras”, con ser como “dioses”. La
esencia del pecado, en todas las culturas, consiste en esto: en querer ser como
Dios, causa primera, y esto sólo puede lograrse deficientemente, haciendo el
mal.
En una de sus novelas, el escritor inglés
C. S. Lewis decía, a través de uno de sus personajes: “en el fondo, hay dos
clases de hombres: aquellos que dicen a Dios ‘hágase tu voluntad’ y aquellos a
quienes Dios dice ‘hágase tu voluntad’”.
Ahora bien, una vez que ha tenido lugar
lo que nunca debería haber acontecido (el mal en el mundo), Dios -que de
ninguna forma quería que sucediera-, no deja que este mal tenga la última
palabra. Dios tiene un “plan B”, llamado Providencia.
Nos encontramos ahora en medio de ese
devenir dramático. Por eso es que el Cristianismo no es una visión estática del
mundo sino histórica: estamos llamados al compromiso de luchar contra el mal: cum Deo contra malum (con Dios contra el
mal). San Agustín describe este devenir en La
ciudad de Dios, hablando de “las dos ciudades” que, como “el trigo y la
cizaña” de la parábola evangélica, combaten entremezcladas hasta el fin de los
tiempos.
Podría decirse que Dios “lucha contra el
mal” de tres maneras: ordenando absolutamente todo al bien con su voluntad
originaria; impidiendo ciertos males particulares por una intervención
extraordinaria (todos hemos vivido situaciones en las que experimentamos esta
intervención especial de Dios, que vivimos como gratuita porque no sería
injusto si no interviniera, ya que se trata de una protección que no nos es
debida por naturaleza); velando por el que sufre y ordenando todo mal acaecido
a un bien posterior. A nivel sobrenatural, que supone la Fe , el misterio de Cristo y de
su Redención es la respuesta más profunda y plena al misterio del mal.
En este “plan B”, entonces, Dios no
permite el triunfo del mal sino que de él siempre saca un bien, bien que no
necesariamente vemos. ¿Por qué, sin embargo, no podríamos consolar a alguien
diciendo que “no hay mal que por bien no venga” o que “Dios sabe por qué lo
hizo”? Porque, en primer lugar, Dios absolutamente no quiere el mal, ni
siquiera como medio para un bien. Sólo supuesto que haya acaecido un mal que no
quiso, no permite su victoria final y saca un bien de él. Pero se trata de un
bien al que hubiera sido mejor llegar por otros medios. El mal es mal para toda
la eternidad. Dios lo perdona y lo redime, pero no lo borra como diciendo “aquí
no ha pasado nada”. Por eso, más allá de que sepamos que finalmente llegará el
Reino de los Cielos, éste puede llegar de muy distintas maneras, con mayores o
menores pérdidas de por medio. El Cristianismo, por lo tanto, invita a la
acción y a la lucha contra el mal.
Es frecuente decir que alguien comienza a
superar un grave mal que ha padecido cuando deja de preguntarse, en relación a
Dios, por qué y empieza a preguntarse
para qué. El por qué se refiere a la causa
eficiente del mal, y Dios no está implicado de ninguna forma en ella. El para qué, en cambio, se refiere a la causa final. Dios no permite, como
decíamos, el éxito del mal. Todo consuelo humano, entonces, implica acompañar
con mucha cercanía al sufriente, comprender la terribilidad del mal, transmitir
que hay un Dios que de ninguna forma lo quiso, que dispuso todo para que no
ocurriera y, finalmente, que no abandona al que sufre sino que lo dirige hacia
un bien que supera ese mal -aunque no anula lo padecido-. El filósofo Robert
Spaemann relata que, al visitar Lourdes, había quedado más impresionado por la
actitud que adoptaban quienes no habían sido curados que por las curaciones
milagrosas que había presenciado. Según Spaemann, quienes continuaban sufriendo
comprendían que, si no habían sido curados, sus padecimientos se orientaban hacia
un bien, tenían un “para qué”. “Y el sentido consuela”, concluye.
Es muy importante que el tema del mal
recupere su auténtico lugar en la educación. Un lugar en el que no lo
convirtamos ni en banal ni en trágico. Sí, en cambio, que nos permita
afrontar el drama de nuestra
existencia con auténtica comprensión por el sufrimiento, comprometidos en una
lucha asumida con profunda esperanza.
Recuadro 1. ¡Misterio, pero no absurdo!
Cuando
no nos quedan respuestas, solemos apelar al expediente de decir que no podemos
razonar más sobre el mal en el mundo, porque el tema es un misterio. Inclusive, esta salida suele incluir un velado reproche a
quien se haya aventurado más allá en sus reflexiones, al invitarlo a callar y a
no tener la presunción de querer entender lo que es ininteligible. Este último
recurso, también utilizado a veces en la enseñanza religiosa, es realmente
perjudicial, porque supone el error de identificar el misterio -lo que no es contradictorio pero excede el alcance de
nuestra razón- con el absurdo -lo que
en sí mismo es contradictorio o irracional-. Para nuestra tradición cultural,
el tema del mal no es contradictorio aunque, por supuesto, es misterioso.
El
teólogo Charles Journet dedica su libro clásico sobre el mal “a los que saben
odiar el absurdo y adorar el misterio”. En efecto, una actitud conduce a la
otra. Si amamos el misterio debemos, por fuerza, combatir el absurdo,
reflexionar con nuestra razón sobre el tema. Esta reflexión suele ser olvidada
en la educación.
Recuadro 2. Una mirada valiente
Según
el teólogo Charles Journet, en esta vida sólo quien desciende a los abismos del
mal puede ascender a las alturas de Dios, así como únicamente quien asciende a
las alturas de Dios está preparado para descender a los abismos del mal sin
banalizarlo o justificarlo.
Podemos
vivir buena parte de nuestra vida con una idea de Dios superficial, pero cuando
el mal golpea a nuestra puerta y nos muestra su horrible rostro, estamos
obligados a profundizar. Todos sabemos por experiencia que descubrimos una
singular madurez en nuestros alumnos o en nuestros hijos que han sufrido por
distintas circunstancias. La cultura posmoderna, con su intento de ocultar o
negar el mal y el sufrimiento, en lugar de enfrentarlos, bloquea la vía de acceso
preferencial a una vida significativa y profunda. El gran filósofo Max Scheler
afirmaba que “el mal nos libra de la frivolidad metafísica”.
Recuadro 3. Las clases de mal
Se
ha llamado mal físico al mal que no
es libre. ¿Por qué debe haber mal físico? Porque somos seres materiales,
corruptibles. En la misma naturaleza de los seres materiales está implicada una
cierta fragilidad existencial o contingencia.
¿Podría Dios haber eximido de este mal a los seres que creó? Podría haberlo
hecho por intervención sobrenatural, pero este resguardo no sería debido a la
naturaleza de los seres materiales. ¿Es injusto que Dios haya creado seres
expuestos al sufrimiento y a la muerte? No, si entendemos que la justicia
consiste en “dar a cada uno lo que corresponde”. Conforme a la Revelación
judeo-cristiana, Dios de hecho
exceptuó al hombre del sufrimiento -excepción que el hombre perdió por el
pecado original-, pero no habría sido injusto si no lo hubiera hecho. Puede
decirse que Dios no quiere el mal físico, pero que lo “acepta” como parte del
mundo material. En el mismo planteo del problema de la muerte del hombre –tema
de importancia fundamental que será tratado en otro número de Creciendo en
familia- está el comienzo de su respuesta: la muerte es un verdadero drama para
el hombre precisamente porque éste no es sólo material…
El
otro tipo de mal, fruto de la libertad, es llamado mal moral. No debería haber existido y podría no haber existido. Más aún, lo más razonable y esperable
habría sido que no se hubiera dado. Éste es el fondo de la doctrina del pecado original, doctrina compartida por
las grandes religiones monoteístas y, en alguna medida, por todos los filósofos
que han entendido al mundo como creado por Dios, ordenado y bueno. El pecado
original, el primer mal moral introducido en el mundo, es un gran cataclismo
histórico. Una locura humana, gratuita, a la que nada inclinaba.
Este mal moral tiene dos caras: la cara
activa de quien lo realiza (llamada mal
de culpa) y la pasiva de quien lo sufre (llamada mal de pena). Toda persona que realiza un mal de culpa sufre
también un mal de pena. Pero lo más difícil de entender es el misterio de la
iniquidad: el de los inocentes que reciben un mal de pena injustamente.
En comparación con este último, el
sufrimiento del puro mal físico, aunque terrible en sí mismo, no es tan
angustiante como el del mal de pena. Una persona con una enfermedad muy grave
puede enfrentarla con paciencia y hasta con alegría. La amargura en esos casos
suele provenir de rencores, culpas y resentimientos propios de mal moral y no
del puro mal físico. Téngase en cuenta, además, que el mal de pena acrecienta
el mal físico. En este mundo hay más mal físico que el que debería haber
(producido por actos libres de los hombres, como por ejemplo los desastres
ecológicos o las enfermedades resultantes de una vida desordenada). Esta
relación entre el mal físico y el de pena se da en ambas direcciones: el mal
físico puede aliviar el mal de pena. Este es el fundamento de que una persona
pueda sufrir o sacrificarse por otra, cuestión tan importante en el
Cristianismo.
La humanidad en general no considera al
mal físico como mal en sentido absoluto. Según el criterio más extendido, puede
provocarse un mal físico para evitar otro mayor. Por ejemplo, un dentista o un
cirujano pueden provocarlo en el caso de que sea proporcionado al fin buscado.
En otras palabras, el mal físico puede entrar en un plan que tienda hacia el
bien.
“El fin no justifica los medios”, por lo
tanto, es una máxima que se refiere al mal moral y no al mal físico. Nunca,
bajo ninguna circunstancia, puede hacerse un mal moral, ni siquiera buscando un
bien posterior. El mal moral es el mal en sentido absoluto. Dios no puede
quererlo ni directa ni indirectamente y no debería haber existido. La gran pregunta
sobre el mal, entonces, se refiere al mal moral.